Una reflexión inquietante


Por MARCOS AGUINIS

En estos momentos de renovación y balance de un nuevo año, ofrezco un pensamiento sobre algo que puede ayudar a mejorarnos: es la historia de Caín.

La historia de Caín es incómoda, pero atractiva. Ese personaje había sido congelado como el monstruoso asesino primordial. Sin embargo, permite combinar filosofía, mitos, antropología y reactivar mi nunca fenecida vocación de teólogo rebelde.

Empecé con la ruda observación de que la galería de los héroes bíblicos no incluyó a ese primogénito de la primera pareja humana, sino -¡vaya paradoja!- a su hermano Abel, cuya vida no registra acciones heroicas y ni siquiera una sola palabra salida de sus labios. Caín suscita repulsa por haber cometido el primer asesinato que fue, además, un fratricidio. Es quien demostró que la muerte ya no era sólo amenaza, y que hasta un hermano podía ser el destinatario de la máxima agresión.

Su historia es narrada en apenas diecisiete versículos del cuarto capítulo del Génesis. Una de las más breves y desoladoras de todo ese gran libro. Fue objeto de estudios y comentarios a través de generaciones, no sólo por las enseñanzas que parecía brindar y la turbación que produce, sino por encerrar enigmas.

Recordemos: después que la primera pareja “abrió los ojos” y supo que estaba desnuda, perdió el Edén. Caín avanzó más y aportó el develamiento del odio que habita en el ser humano. Su acción también simboliza que la muerte era concebida como producto de la violencia: si alguien muere, es porque otro lo mata.

Caín es el hijo mayor, el esperado y deseado, especialmente por el padre, a quien sucederá, brindándole de este modo una inmortalidad ilusoria que sigue predominando en vastos espacios de la humanidad. El primogénito será el sucesor del padre, será padre, ocupará el lugar del padre actual. Caín no queda sólo en esto, porque asume el rasgo del padre-Dios, el cruel y celoso Dios de la etapa arcaica. El rol tierno, desde entonces, queda reservado para los hermanos menores, más débiles y menos “padre-Dios” como Abel y, más adelante, Isaac, Jacob, Benjamín, y así sucesivamente.

El mito de Caín presenta analogías con otros que narran conflictos fraternales. Etéocles y Polinice son los hijos varones de Edipo y Yocasta, que se dan muerte recíprocamente. Rómulo asesina a Remo y se erige en el único amo de Roma. Isaac es preferido a Ismael. A Esaú su hermano menor Jacob le roba la primogenitura. José suscita la envidia de sus hermanos, que lo venden a unos mercaderes. Todos estos epígonos, sin embargo, carecen de la descarnada fuerza que exhibe la dupla de Caín y Abel, instalada como un pedernal en el comienzo de la Biblia, en los iniciales días del género humano sobre la faz de la tierra. Pero, como todo mito, conforma una prodigiosa condensación que trataré de desagregar.

Señalé hace unos renglones que Caín es uno de los escasos personajes rebeldes que no recibe el premio de la gloria. Si bien su delito sufre inmediata sanción, debe cargar por el resto de su vida una “señal” para no ser matado y en ningún momento se insinúa que conseguiría el perdón. Como Prometeo, no accede a la clemencia divina; como Edipo, jamás consigue la simpatía o comprensión de los hombres. Caín perdura como una palabra henchida de atrocidad. No es así, en cambio, la suerte de su hermano Abel, la sempiterna, llorada y querida víctima, que se asocia con la ternura, la inocencia y el bien. Para Caín, en cambio, perdura la abominación: su nombre se vincula con la cólera, los celos, la envidia, la venganza.

No obstante, del texto bíblico no brota un Caín con personalidad deleznable. Caín no es “malo”. La reciente orden divina que prescribía a Eva y Adán comer el pan con el sudor del esfuerzo era cumplida por Caín, puesto que se aplicó a los trabajos agrícolas con perseverancia e inteligencia. Más aún, presentó a Dios un regalo con los frutos de su labor. Tampoco es un individuo insensible. A la inversa, fue muy sensible. Tan sensible que por esa causa empezó su desgracia: estaba atento a que Dios se alegrase por su ofrenda. Pero, contra su expectativa, ocurrió lo contrario, porque Dios se interesó más por la ofrenda de su hermano Abel que, para colmo, le había plagiado la iniciativa de hacer ofrendas, pero no la dedicación al trabajo. Supuso que Dios no estuvo distraído, sino que lo había despreciado y abandonado. Y supuso correctamente. Entonces se entristeció. Lo narra el texto bíblico en tercera persona y lo repite Dios cuando le pregunta: “¿Por qué te encolerizaste y por qué se abatió tu rostro?”.  Dios preguntaba, pero no le ofrecía consuelo ni compensación. Sus padres no aparecían. Caín estaba solo. Solo y compungido. Su desesperación aumentó, obviamente. En su espíritu se había producido una metamorfosis que no podía controlar. Entonces buscó a su hermano, emblema de una injusticia, desplazó hacia él la furia que le torturaba el alma y lo asesinó. Se encontraba poseído por el estado que los juristas llaman “emoción violenta”.

Curiosamente, la Biblia no gasta una palabra en describir la tempestad que zarandeó su corazón al advertir que había protagonizado el primer crimen desde que el mundo era mundo y por primera vez tenía ante sus ojos un cadáver humano. Pareciera que lo único que le seguía importando era el amor de Dios. Por eso, cuando Dios le formuló una pregunta aparentemente amable, como el investigador que tantea al sospechoso para obligarlo a confesar, Caín respondió con cinismo: “No sé, no soy el guardián de mi hermano”. Dios recibió mal esa insolencia y abandonó el tono cordial para acusarlo directamente. Caín ni huyó ni se defendió, sino que mostró una curiosa dignidad. No reclamó comprensión, no pidió disculpas, no lloró buscando lástima. No dijo que también él había sido una víctima: se entregó. ¡Admirable! Reconoció su culpa y aceptó el castigo. Volvió a demostrar humana coherencia, como lo haría un “buen” sujeto.

Entonces yo pregunto: ¿qué historia esconde su historia?

En lo manifiesto, Caín y Abel se parecen a los protagonistas de un sueño. Son dos hermanos, herederos del mundo, que en un paisaje fantasmal deciden expresar su amor al padre-Dios. Dios, inexplicablemente, prefiere al segundo. Entonces el primogénito se acongoja y su pesadumbre se corrompe en ira. En lugar de protestar contra la indiferencia de Dios desplaza su cólera hacia el hermanito inocente. El crimen inaugural, el crimen magno, aparece como un crimen estúpido.

Entre esos hermanos no se había desarrollado la camaradería. Cada uno se dedicaba a una tarea diferente: mientras Abel prefería cuidar los animales que se reproducen “sobre” la tierra, Caín se dedicó a “roturar” la tierra. Abel es el símbolo de la etapa pastoril, nómade, la más antigua; en cambio Caín representa la agrícola y sedentaria. La antropología demuestra que la producción agrícola (Caín) continúa a la nómade (Abel), pero en el relato bíblico, curiosamente, esa cronología se describe de forma invertida.

Cuando nació Caín, su madre Eva exclamó: Cainiti ish Adoshem. Significa en hebreo “adquirí un hijo gracias al Señor”. De ahí su nombre. Es el primer humano que nace de mujer. Pero, al igual que en las mitologías teándricas de otras fuentes -y que fueron expurgadas del texto bíblico- expresa la difundida creencia en los acoplamientos de fuerzas divinas con seres mortales, cuyo fruto posee la categoría del héroe. Entonces, por su nacimiento, Caín (hijo de mujer gracias a, o por obra de la divinidad), estaba destinado a cumplir un papel de trascendencia.

Y lo logró. Opuestamente a la actitud sumisa de Abel, se dedicó a “corregir” la obra del padre-Dios. En vez de administrar los bienes dados, como hacen los primitivos pastores nómades, Caín se aplicó a modificar la tierra para forzarla a brindar más y mejores frutos.

Veamos ahora otros esguinces. El Génesis no dice que Dios lo sancionó por su condición de labrador, sino de una forma rara: rechazando los productos de la tierra conseguidos mediante su trabajo. Los exégetas de sucesivos tiempos no aciertan a entenderlo. Probablemente no se animan a reconocer en ese desprecio un disgusto y en el disgusto la demasiada humana cólera de Dios, la misma cólera que tuvo años antes, cuando Eva y Adán comieron del árbol del conocimiento. En aquel instante dijo: “He aquí que el hombre se convirtió en uno como nosotros para conocer el bien y el mal; y ahora, si extiende su mano y toma también del árbol de la vida y come, vivirá para siempre” (Gén, III-22). Los expulsó del paraíso antes de que se hicieran inmortales. La de Adán y Eva fue la primera insubordinación. La de Caín la segunda. Pero éste no sólo se rebeló contra las órdenes de Dios, sino que fue más allá: impugnó la creación y el orden establecidos al engendrar nuevos productos. Propuso una nueva versión del universo. ¡Usurpó a Dios!

¿Por qué el primogénito, que había sido el más deseado y querido, pasó a ser el malo? Cuando nace y crece otro hijo, la ternura se desplaza en gran medida al más joven. ¿Qué pasa entonces con el primogénito? Deja de ser el único vehículo de la inmortalidad deseada por el padre, puesto que también la conseguiría con el hijo más joven. El mayor alcanza una complexión más robusta, es casi un hombre o todo un hombre; por su solo aspecto parece el padre, pierde los rasgos del hombre dependiente y se acentúan los del rival. En cualquier momento le disputará el poder (lo hizo Lucifer, lo hace Caín, lo hará el príncipe Absalom con su padre el rey David). El amor al primogénito marcha en relación inversa al miedo que suscita. El primogénito es un potencial parricida. Es en el que antes se sospecha, como demuestra Dostoievski en Los Hermanos Karamazov. Entonces muchas veces los primogénitos terminan por ser apartados, como Ismael, o cercenados en su poder, como Esaú.

Caín debía ser degradado aún más, para ocultar mejor su pulsión horrible: la pulsión parricida. Elaboraciones post-bíblicas se esforzaron en quitarle contextura humana y dotarlo de componentes diabólicos. Se lucubró que era hijo de Eva y el demonio Samael. Este ser espantoso se había metamorfoseado en serpiente y, después de inducir a Eva y Adán a comer del fruto prohibido, engendró a Caín en el cuerpo de Eva, corrompiendo así el vientre de Eva y a todos los hijos de las subsiguientes cópulas con Adán.

Tampoco se narra en el Génesis la muerte de Caín ni se dice cuántos años vivió, como sucede con otros personajes. Esta oscuridad inspiró diversas narraciones teológicas, algunas muy sorprendentes, pero que sería demasiado aburrido reproducir aquí. Lo cierto es que casi siempre Caín sigue vinculado al “mal”, la insubordinación, el intento de parricidio. Siglos y siglos de divague sobre los pocos renglones que le confirió la Biblia y la montaña de debates que suscitan, no han conseguido aún levantarle un monumento. Yo le tengo lástima y espero haber contribuido, no al monumento, sino a enfocarlo con más curiosidad y menor tirria.